Donde sea que el sol se ponga


Hacía tanto frío ese día. Ese festival, tan raro, tan cool, tan clase media y tan económico. No parecía ser real. Tenía mi boina, que había visto una y otra vez en la vidriera. Moría por comprarla, pero Dior, era tan cara. Cobré, no lo pensé, excusada en un impulso me la llevé. En el viaje a Anoraak la perdí, quedó olvidada en nombre del amor en el asiento de la Costera.

La pasamos tan bien. Y ellos estuvieron tan fabulosos. Como Capri, como los otros con nombre de sigla en la banda. Bailamos, porque no podíamos evitarlo y porque el frío era demasiado.

Qué elegancia la de Francia, y qué bien que la pasamos.

Mme A., enamorada del cantante y fiel a sus flechazos de recital, gritaba "Anoraak, te amo" y reía, reía tanto, estaba borracha de glamour y cerveza en vaso.
Éramos muy pocos en esa pista helada pero sin nieve que nos sostenía los pies. No había terminado la última banda que ya estaban levantando todo.

Este atardecer tan oscuro, tan ocioso, tan frío me llevó a ese día. Este segundo disco, con tanto olor a playa chic con DJ y puesta de sol, calienta mis oídos llenos de invierno.

A primera escucha


Nos pasa mil veces. Lo leemos en Radar, lo leemos en la Inrocks, y en algún otro lado más, pero nunca lo comentamos. Compartimos la misma información que con toda la facilidad olvidamos, momentáneamente, para recordarnos —un titular más tarde— que quizás valía la pena darle una oportunidad. Así fue que, después de darle de cenar hamburguesas al nene, él abrió la RS (que claro está, estaba de casualidad en mi casa; bien se sabe que yo por cuestiones ideológicas no la compro más). Él leyó su nota y en un bache incómodo de silencio se paró y puso su MySpace.

— ¿Quiénes son?
— El de The Shins (que nunca me cabió) y Danger Mouse.
— ¿Y ése?
— Un productor que trabajó con muchos.
— ¿A lo Pharrell?
— Claro.
— Viste que hay de esos productores que se dedican a rodearse de gente talentosa, les toquetean un par de canciones y se hacen conocidos.
— A lo Mark Ronson, ponele.
— Aha.

El “aha” de él es tan particular, y a mí se me pegó, como tiene que ser. Tanto es así que, el otro día en conversación con Elcalto lo dije inconscientemente así y el maldito no pudo dejármelo pasar. Tuve que reír, era tan evidente todo que develaba entera mi fascinación absurda.

¿De qué hablaba? Ah sí… de Broken Bells, que ya es parte de mi rígido y que es todo el groove que necesitaba este sábado de lluvia constante. Esa sensación de inmediata comodidad con una banda nueva, ese ritmo que hace que el cuerpo se mueva instintivamente, siguiendo la melodía con la naturalidad propia de la vibración correcta. Diez canciones, cortas y sencillas, en su mayoría de fácil escucha (queda tanto mejor “easy listening”) y sin vueltas.

Cuando encontramos la carpeta de una banda que bajamos alguna vez y nos olvidamos de escuchar, él siempre dice que ponga la primera canción porque necesariamente tiene que ser buena, es la carta de presentación; y yo no puedo sino recordar que en varias entradas de este blog siempre me refiero a “la canción que abre el disco”, por alguna razón es sobre la que nunca puedo evitar hablar. Y en este disco la fórmula no falla, The High Road es tranquila y apacible, como un té de invierno, que vaporizador de por medio, desemboca en los ruiditos espaciales y los cánticos setentosos de Your head is on fire (hasta creo escuchar una pandereta).

Y por algo me gustó tan rápidamente, The ghost inside es un pasaje repentino a la pista multicolor, un excelente warm-up para armar un playlist exquisito en una fiesta cool. El barco que lleva a la nada (la canción cinco) es raro. Dos canciones en una que me animo a opinar no quedan nada bien, chocan, me hacen levantar la vista y fruncir el ceño, señal de que algo no anda bien. Un bajón justo en el intermezzo del álbum, un desacierto que un día con menos paciencia y alcohol me harían sacar el disco a la mierda y poner Bee Gees.

La progresión del sexto tema es una confirmación de que había que quedarse y no tomar decisiones apresuradas. Volvió la tranquilidad y acompañada de coros maravillosos. Meciendo inevitablemente la cabeza me encuentra el séptimo tema del disco y no dejo de alegrarme por haberlos descubierto. Otro sacudón y a la pista, perfecto para mi regla de no más de dos canciones por banda en el playlist, la sumo a la cuatro y el warm-up va tomando todo el color.

Cierran Mongrel heart y The mall and the mysery, justo lo más débil del disco. El popazo de la primera y los ruidos de la segunda se ponen molestos por momentos. Sin embargo, ninguna de las dos opaca el gran hallazgo de una banda que Alfie tan genialmente describió como “tipos con ritmo”.

Buena compensación por otro sábado de abstinencia de buenas bandas en vivo.

Coming back is never easy


Heligoland es una isla alemana ubicada al sudeste del Mar del Norte*, también es el nombre del último disco del dúo inglés Massive Attack. Siete años pasaron de aquel trip llamado 100th Window, un disco que difícilmente podría alcanzar algún reconocimiento luego del perfecto Mezzanine del año 98.

Recuerdo mis dieciocho años. Casi más claramente que cualquier otro año. Recuerdo que “trip hop” era mi término favorito, pero que raramente podía incluirlo en una conversación con la gente que me rodeaba (mucho Cadillac, mucho “rock nacional”, y yo tratando de conversar sobre música con computadoras).

Pero esto no va de mí, sino de Heligoland, cuya primera canción es una bocanada de humo negro que abre las puertas a un disco, a mi entender, oscuro. Pray for rain (título demasiado parecido a Prayers for Rain de The Cure) abre el disco con la participación de Tunde Adebimpe, un TV on the Radio. Y los dúos se continúan a lo largo del disco: Horace Andy (a quien ya habíamos escuchado en el track Angel de Mezzanine, Hope Sandoval (la voz melancólica de Mazzy Star) que aporta su tímida sensualidad en Paradise Circus (mi favorito del disco), Damon Albarn (explicar quién es me llevaría al suicido inmediato) y los franceses chic de Air.

A ver… en rigor de verdad, Heligoland no trae nada distinto. No mejora ni empeora la carrera del dúo de Bristol, no incluye ningún posible himno del género electrónico, pero se deja. Se deja recorrer, disfrutar y ambientar. Así lo creyeron los musicalizadores de Gossip Girl, que cerraron el episodio 22 de la tercera temporada con Paradise Circus, me desvelaron ayer por la noche y con tamaño acierto lograron que yo hoy haya hecho el enorme esfuerzo de sentarme a escribir esto.

*(L) Wiki.

R de Revancha


Hace seis años, el gran Quentin hizo una obra maestra que ocupa, hasta el momento, mi top five de películas. ¡Cómo no incluirla!, es infalible: una gran historia, plagada de impacto visual y con una banda de sonido demoledora. Y para hacer la experiencia todavía más magistral, una entrega en dos partes con un año de diferencia entre ellas. No hay con qué darle, tiene todos los condimentos necesarios para ser ge nial. Ahora, si encima sos mujer, justiciera y belicosa, bueno, date por hecha.

Obsesionada con todo este tema de la novia vengativa (igual que cuando niña estaba obsesionada con She-Ra), unos años después descubro una banda que bien podría haber estado inspirada en Beatrix Kiddo: She wants revenge.

Este dúo californiano saca su disco homónimo en 2006. Nada nuevo bajo el sol, pero no por eso menos disfrutable. Los puristas del sonido los llaman la versión más oscura de Depeche Mode o Placebo (para quienes actuaron de teloneros), y algo de razón llevan. Pero lo que los aparta un poco de éstos es el voltaje de sensualidad que tiene la voz del cantante, y el fetichismo y la frialdad que se cuela en las letras.

No es para nada sorprendente que se hayan bautizado así. Sus canciones son polaroids de mujeres puestas en distintos escenarios pero con un mismo denominador común: son víctimas del deseo (o falta de éste) masculino. Hay chicas masturbándose encerradas en baños porque sus hombres son malos; otras a las que luego de un sombrío countdown les dicen que son lindas, dulces, pero que no se hagan ilusiones, porque no se van a enamorar de ellas; y otras a las que con irónica dulzura les piden atención sólo para decirles que las van a dejar. Un concepto bastante integral.

El lado más machista del darkwave también tuvo una segunda entrega en 2007 con This is forever. Pero a diferencia de la continuación tarantinesca, el disco no aporta, crece, ni mucho menos cierra nada de lo anterior, es una réplica exacta y mucho más pobre de su primer álbum.

Quizás ella sí tuvo su venganza, y “como es un plato que se sirve mejor frío”, se la cobró un año después. Sólo que en lugar de una Hattori Hanzo y una técnica samurai de cinco dedos, se la tomó dejando a la banda sin nada bueno para decir, ni un sonido más elaborado que lo acompañe. En palabras de Budd: "She deserves her revenge and we deserve to die".

"Hush, hush, darling"


Un poco por obstinada, otro tanto por miedosa y, en gran parte, por caprichosa aún no sé conducir. Esto implica que, casi un cuarto de mi sueldo (sino más) se vaya en tarifas de taxis.

Harto es sabido que la raza del taxista es peculiar. Entre otras cosas, son seres que nunca eligen su destino, su meta es siempre la de otros. Quizás por esto, la mayor parte del tiempo la gran mayoría de los conductores de taxis andan enojados. Cuando no es por el tránsito (y cuánta razón tienen) es porque les cerraste bruscamente la puerta (esas puertas son im pre de ci bles) o porque el gobierno de turno les tiene las que les cuelgan al plato.

Todos esos motivos son válidos para que su carácter se torne difícil, pero me pregunto ¿cuántas ganas tengo yo de escuchar sus quejas? Yo no me subo a su coche puteando a Scioli por lo que le dejo de Ingresos Brutos, ni maldiciendo a mi depiladora porque me dejó pelos y me arrancó la cabeza. Mis quejas son mías, y por filiación de mi familia, amigos y novios; entonces, ¿por qué los taxistas sienten la necesidad de hacerme a mí interlocutora de sus problemas? No sé por qué, y poco importa, sólo pretendo que dejen de hacerlo. Quiero que todos los taxistas sean como el que me tocó en suerte ayer.

Era de noche, tenía toda la semana en mi espalda y paré un taxi en 12 y 47. No bien vi al conductor una sonrisa enorme se plantó en mi cara. El señor, pelilargo y entrado en canas, tenía un cigarrillo prendido en sus dedos. Automáticamente luego de apoyar mi trasero en el asiento, que como debe ser no estaba recubierto de nylon (en el verano no hay forma de no quedar pegado a esa bosta) le pregunto más por cortesía que por intriga, si podía yo también prenderme un cigarrillo. Accedió, qué hipócrita tenía que ser para no dejarme. Ya el viaje estaba armado, pero cuando confirmé -una cuadra y media después- que era de los que no necesitaban hablar, entendí que mi felicidad era completa.

Así es que pude tener el placer de fumar mientras me trasladaba en un vehículo motorizado (sólo un vicioso podrá entender esto) y no tuve que sufrir conversaciones sobre el clima, la política nacional, el precio de los alimentos o la ineptitud ajena para conducir en la vía pública.

Cuando llegué a mi destino, bajé del auto y le di las gracias más efusivas que podía darle. Tuve ganas de decirle: “ojalá todos fueran como vos”, pero habría roto ese pacto tácito de que el silencio muchas veces es sano.

A propósito del día del traductor


Me he traducido a mí misma. Sí, cual escritora internacional por encargo, tomé un escrito que inútilmente hice el año pasado para mis antiguos empleadores y lo llevé al español.
La pieza original se encuentra en el museo del vestido salmónico. Y
he aquí su versión local:

Como si el azar fuera esa fuerza oculta en la que sólo creemos cuando nos es conveniente hacerlo, y de la cual sospechamos cuando se acerca como una ola hacia nosotros, los últimos dos libros que leí contaban historias sobre traductores. En ambos casos, los protagonistas eran hombres, estaban comprometidos con la tarea de develar el secreto que se esconde detrás del idioma inglés. Las tramas de los libros eran bastante distintas, sus personajes aun más, pero ambos, con estilos y registros diferentes, llegaban al mismo punto: traducir es un proceso continuo, que nunca termina, y del cual un traductor jamás se puede separar; es esa actividad que lo obsesiona incluso cuando el traductor descansa.

Cuando un abogado sale del tribunal, llega a su casa, le da un beso a su mujer y toma su trago de whisky, todo lo que le queda del día es una sensación. Es decir, la felicidad o la tristeza que acompaña un resultado. Es posible que haya acarreado consigo problemas o el estrés del lado injusto de la justicia; pero las leyes de las cuales se valió ese día, los códigos a los que acudió para guiarse, o los criminales que llevó a prisión no permanecen con él.

Cuando un traductor termina su día, apaga su computadora y le da un descanso a las palabras con las que estuvo lidiando todo el día, las palabras nunca lo dejan a él. Trabajar con el lenguaje es entregarse a la idea de que las palabras están en cualquier parte: en un mal subtítulo, en una canción, en un amigo que no sabe conjugar un condicional, en un libro cuya versión original derrama lágrimas por las acciones de un traductor perezoso.

Puede transformarse en una pesadilla, puede ser cansador y exasperante, pero las almas infatigables que manipulan con cuidado el arte de verter una pieza a otro idioma saben que alcanzar el objetivo mayor es la única recompensa. Los arquitectos que día tras día construyen el puente que cierra la brecha entre los idiomas sólo pueden descansar cuando las islas que separan las culturas se unen en un único territorio, un lenguaje unificado que pueda obsesionarnos a todos por igual.

El día que me amigué con Chanel


Separar es siempre un problema. Separar implora por el utópico deseo de la objetividad. Cuando uno puede separar, lo que hace básicamente es declarar que uno no es un todo. Que ser drogadicto no te quita talento, que juntarte con un familiar de un político decadente no opaca el hecho de escribir un buen disco y que hacer bien una fellatio no te lleva a ser buena actriz.

Afirmar que Coco Chanel es una de las mujeres más emblemáticas de la historia mundial no es una hipérbole (si Ud. tuviera que vestir siempre un corsé, ir a la playa con vestidos y jamás poder abrir las piernas cuando está sentado bien entendería el poder de mis palabras). Gabrielle Chanel -aparte de todo lo antedicho- predicó la grandes verdades de que la simpleza es símbolo de elegancia, de que cuanto menos, mejor y de que la ostentación es un pecado. Entender esto es entender, también, el hecho de que todo lo que luego de su muerte devino (la imposibilidad de acceder a todo aquello que lleva su nombre) para nada empaña su lucha y sus logros.

Sobre esto pensaba ayer cuando salía de ver Coco avant Chanel, con Amélie (por siempre serás Amélie, Audrey) en la piel de la diseñadora. Es menester saber que cuando uno ve una biopic no está leyendo una biografía. Aquí también hay que separar. Los estudios cinematográficos no son The History Chanel y la historia que producen tiene que tener impacto, sobre todo en la taquilla, y si uno quiere absoluta fidelidad para algo están los libros (y ni así, me atrevo a declarar). Habiendo dicho eso, la película es muy disfrutable. Se las ingenia muy bien para justificar la inspiración de Coco cosechada a partir de su niñez en el orfanato, de los marineros en su visita adúltera a la playa y de los trajes de hombre que tenía a su alcance en su estadía en el campo.

Y como separar no es una tarea solamente voluntaria, también el destino del cual padecen las mujeres poderosas del mundo (desde Elizabeth I hasta Susana Giménez, por qué no y salvando las diferencias) las obliga a estimar su saldo separando los términos. Coco jamás se casó, su lucha, aparte de estética y social, fue la de poder canalizar sus deseos más profundos en otra vertiente que no fueran sus creaciones. Tuvo mil amantes y aun así permaneció soltera, soltera pero poderosa. Separar para ella(s) entonces, no se antoja como una búsqueda de la verdad absoluta, de un punto objetivo desde donde evaluar una situación, sino como un camino mediante el cual se pueda encontrar la tranquilidad para entender que alcanzar el todo es imposible.

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