School of Rock


Una persona más que me diga “¿Pero de dónde crees que salieron los Strokes? Ellos no inventaron nada”, con esa arrogancia del que se regodea en su calidad de fanático de los grandes clásicos del rock, y te juro que no lo dudo. Acomodo mi garganta, le doy forma en mi boca y le lanzo el escupitajo más grande que este mundo jamás haya visto por parte de una persona cuyas hormonas se componen, principalmente, de estrógenos.

Te juro que lo entiendo, te juro que me gustan los Stooges, te prometo que me doy cuenta de que las guitarras estrokeras suenan igual a la de los grandes próceres del movimiento musical más grande del mundo, pero no me puede importar un ápice menos.

Su música no será de avant-garde, sus melodías no serán la promesa de la composición moderna, pero son putamente buenos. Y con eso me basta. Me basta entender que, como en muchos aspectos de la corriente creativa, las posibilidades de cambio son más que reducidas. Tengo la coherencia suficiente para darme cuenta de que de los 2.000 millones de bandas que se forman por año, a sólo un mínimo porcentaje de ellas se las puede denominar innovadoras. ¿Pero cuánto de eso importa si la intro de Heart in a Cage tiene el caudal de energía necesario para transmitirme una pequeña dosis de 220V en el cerebro? ¿Con qué necesidad voy a negar el talento de una banda cuyas influencias, imposibles de evitar, se cuelan en los acordes de sus canciones?

Aceptar que algo es bueno, más allá de poder rastrear o no sus orígenes en sus antecesores, no es rechazar lo clásico, es reinventarlo, es revitalizarlo, y por qué no, es una manera de imprimirle un valor que quizás habíamos olvidado que tenía. Es hora de reconciliar lo viejo con lo nuevo, en lugar de tener, necesariamente, que elegir un bando.

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